Mención: 8º Concurso “Sin Presiones”- Título: “Debe ser la calor”

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Verano tórrido en el microcentro. Calor agobiante. La camisa prácticamente pegada a mi cuerpo. La humedad era inaguantable y el cielo estaba más  cargado que nunca. Parecía que en cuestión de minutos caería el diluvio universal sobre mí.

A fin de mes debía cobrar un par de cheques. Era un trabajo que hacía religiosamente desde hacía por lo menos unos cuatro o cinco años. El verano no era la estación indicada para este tipo de labores pero alguien debía cumplir con la tarea.

Traté de salir lo más temprano posible. A más tardar a las ocho y media ya tenía que estar en camino. Aprovechaba la primera mañana, cuando la temperatura todavía no era insoportable y la ciudad no se sentía como una olla a presión.

Tomé un taxi en la esquina del trabajo y me bajé en mi primera parada, sobre la calle Fragueiro. Desde allí continuaba a pié el resto del periplo mensual. A las nueve de la mañana ya estaba bañado en sudor. Me indignaba tener que entrar a los lugares dando un presencia tan nefasta. En cada sitio me ofrecían un vaso de agua y me ponía debajo del aire acondicionado que tuvieran disponible. Así recuperaba fuerzas para continuar la precesión.

Mi jefa era una mujer especial. A la media hora que me había ido ya me estaba controlando a través de llamadas al celular. También aprovechaba para apurarme. En esas épocas estaba cubriendo las vacaciones de un compañero, lo que quería decir que había trabajo acumulado que ella no estaba preparada ni remotamente dispuesta a hacer.

“Acordate que cuando llegues hay que tomar la cobranza y llamar a Brizuela. También hay que presentar los recibos en Tesorería”, me decía. Como si yo no supiera cual era mi trabajo o como se alguna vez, en los últimos años, le hubiese fallado.

Muy en el fondo consideré su actitud como una verdadera falta de seguridad en ella misma. Por otro lado yo asentía en todo. En contadas situaciones tuve el valor de enfrentarla. Había rajado a algunos ex compañeros y no quería que me hiciera lo mismo. Yo andaba con unas deudas y lo último era quedar en la calle. Hacía poco que habían pasado las fiestas y tenía todo en rojo. Mis amigos me decían que no me dejara atropellar ni manosear. Pero al fin y al cabo las palabras son muy bonitas, pero la realidad se refleja en el plato de comida.

Luego de pasar por mi tercer parada aceleré el paso. Eran poco más de las 10:30hs. Para mí ya era tarde y el calor empezaba a picar. El cielo se empezaba a despejar y la temperatura ya trepaba los treinta grados.

Pasé por un kiosco cercano a la Plaza San Martín y me compré un agua. Mientras me hidrataba volvió a sonar el celular. Era ella. Preguntaba que cómo iba todo, si me faltaba mucho. Le había hablado Galarza, uno de los proveedores. Por favor apurate que antes del mediodía va a andar por acá. Le dije (muy sutilmente) que intentaría hacer lo posible, pero el centro era un caos y hacía lo que podía. Además el calor era dantesco. Me hubiese tirado a una de las fuentes que rodean la Plaza.

Apuré mi parada técnica y tomé la botella de agua en un único sorbo. El tiempo se hacía cada vez más corto y la jefa presionaba, fiel a su costumbre. Hice un raid en tiempo récord. Mi estética era la de un ser andrajoso. Incluso la camisa, además de estar empapada, se encontraba salida del pantalón y la transpiración corría por mis sienes.

Corrí a tomar un taxi para volver al trabajo. Eran casi las doce del mediodía y el pesado de Galarza seguramente estaría por caer. Estiré mi mano en un gesto desesperado por frenar algún móvil amarillo. Finalmente el milagro sucedió y respiré feliz al saber que iba a llegar con los tiempos. Me dejé caer en el asiento trasero y por suerte viajaba con aire acondicionado. Mi paz no duró mucho porque nuevamente me informaban que me estaban esperando. Me interrogaban como si no supieran cual era mi paradero o como si fuera un fugitivo de la justicia. Dije que esperaran, que en diez minutos estaría llegando.

Arribé a destino prácticamente le tiré el dinero al taxista y cerré la puerta. Mi aspecto era mezcla de un desequilibrado y un pordiosero. Saludé rápidamente a mis compañeros de oficina y fui directamente al encuentro de Galarza. Le expliqué exactamente la misma historia de los últimos tres meses: necesitaba que me hiciera los recibos para poder imputarle los pagos que reclamaba. Era algo que mi jefa sabía pero nunca le decía. Me tenía a mi como el intermediario. Veinte minutos perdidos explicando cosas que se había repetido hasta el hartazgo.

Pasé directamente al baño. Mi vejiga reclamaba atención, al igual que mi rostro, bañado en transpiración.

Más tranquilo y aseado pasé por la oficina de mi superiora. Estaba frente a la pantalla de la computadora ensayando que estaba realizando algún informe o resolviendo alguna cuestión operativa. Me dijo que quería ver los cheques y analizar las cuentas corrientes conmigo. Yo asentí porque en definitiva no me quedaba otra.

Fuimos viendo caso por caso. Controlando factura por factura y detallando cada cheque, con su firma, su numeración y su importe. Todo iba bien hasta que llegamos a la cuenta de Beltrami Hermanos, un clásico que pagaba siempre en cómodas cuotas por los servicios prestados desde hacía por lo menos veinte años.

Ella estalló en cólera, como solía ocurrir. Mis compañeros callaban de inmediato ante sus ataques de furia. Todo se paralizaba, como si se tratara de un sistema solar.

Me decía que todo estaba mal, que yo seguro tenía un arreglo con él, que no me iba a mandar más, que no confiaba en lo que estaba haciendo y un rosario de cuestiones. Le pedí, como ocurría cada mes, que se calmara, que le iba a explicar la cuenta. Era un mujer que cuando se cerraba no entraba en razones. La transformación de su rostro era notable y la ira la poseía.

Yo me ponía nervioso  porque no me daba pie a explicarle, directamente no dejaba que le hablase. Ella seguía gritándome, degradando mi trabajo y cuestionando cosas absurdas. Otras veces había pasado exactamente por lo mismo pero esa jornada fue distinta.

Quizá fue el calor y el hartazgo de salir al centro bajo la temperatura agobiante de enero. Quizá fue la necesidad de poner punto final a semejante acoso y al hecho que había superado mis propios límites.

La miré fijamente a los ojos y le dije basta. Ni ella, ni yo, ni mucho menos mis compañeros podían creer lo que estaba sucediendo.  Basta, esto no es así como vos decía, le dije. Dejame que te explique, hace cinco años que hago esto, arreglé la mayoría de las cuentas corrientes, estoy cubriendo a un compañero, no te he fallado ni una vez, jamás te falté el respeto, creo que no merezco este trato, sentencié.

No sé de dónde saqué las fuerzas pero sabía que lo que decía me venía de adentro. Estaba convencido que no había manera que me continuara tratando como un trapo de piso. Trabajaba  decentemente y bien. No me importaban las tarjetas y las deudas. Tampoco mi familia. Mi dignidad se jugaba en esos momentos.

Por cinco segundos sentí que el tiempo se había paralizado. Que nadie se encontraba a nuestro alrededor. Sentía miedo pero a la vez me envolvía un halo de felicidad.

Regresé a la realidad.

Ella quedó un tanto shockeada y pidió perdón. Los dos nos miramos y empezamos a llorar, no sé bien el porqué. Quizás fue la emoción de sentirme, por una vez en la vida, libre de hacerme valer y de defender un laburo que siempre consideré bien hecho.

Ese día me quise.

(Alfonso Kratzz)

Trabajador de la salud de Institución Privada – Ciudad de Córdoba.
(Mención 8ª Edición 2017 – SIN PRESIONES: Concurso de expresión escrita la salud de los trabajadores/as)

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