Segundo Premio 9º Concurso Sin Presiones – Título: “Crónica del olvido”

“Crónica del olvido”

Oswaldo Guayasamín

Oswaldo Guayasamín

Conocí a María una fría mañana de junio del ‘93. En la sala de  espera de un pequeño hospital enclavado en plena meseta  patagónica, ella aguardaba su turno conmigo. Yo tenía tan solo 27  años y en el breve tiempo que llevaba ejerciendo, la poca  experiencia se compensaba con el impulso de mi juventud y con  el entusiasmo de trabajar en esta apasionante profesión de  psicólogo. María en cambio tenía la experiencia y la sapiencia de  sus 52 años de edad y sus casi 30 años de ejercer la docencia  como maestra rural. Había cosas en común que atravesaban su  humanidad y la mía y promovían en el encuentro terapéutico una empatía que me ayudó a comprender su realidad y sus circunstancias. Teníamos algo en común: nuestra procedencia, ya que ambos éramos cordobeses. Además, nuestro destino: aquel pueblito árido y ventoso alejado de los grandes centros de poder, de las grandes urbes, al cual habíamos llegado (ella casi tres décadas antes que yo) para desarrollar nuestras vocaciones. Y compartíamos  la convicción de que ese -como tantos otros lugares recónditos de este extenso país- era un territorio donde, más que en otros, las personas con sus diversas profesiones u oficios eran necesarias, por no decir imprescindibles.Ella y su esposo se habían radicado en este pueblo de 5000 habitantes veintinueve años atrás, exactamente un 18 de febrero de 1964. Ambos eran maestros,  jóvenes e idealistas impulsados por el sueño de un lugar tranquilo donde criar a los hijos (aunque nunca pudieron ser padres), por llevar una vida libre de las avaricias y el anonimato de la ciudad. Él se quedo en la escuela del pueblo y ella eligió la escuelita de un paraje ubicado a seis leguas de distancia. La conmovió saber que  llevaba cuatro años cerrada por falta de maestros; la movilizó el desafío… y su tremenda humanidad. Fueron sus convicciones las que la hicieron permanecer sin pensar jamás en volver al confort de su Córdoba natal, aún cuando a los cinco años de estar en esas tierras su marido murió en un accidente automovilístico. A pesar de la insistencia de sus familiares y amigos para que retornara, María se quedó y se fue arraigando como un árbol a la tierra. Y sus convicciones se colorearon de utopías y éstas, al decir de Eduardo Galeano, le sirvieron para caminar y seguir caminando por años las áridas y despobladas tierras de la meseta patagónica.

En la primera entrevista, mientras tomo sus datos personales y casi como aportándome un dato de su identidad me dice: “soy católica y peronista, católica por tradición y peronista por convicción” y agrega: “pero peronista de Perón y Evita”, acaso queriendo diferenciarse de las políticas neoliberales que gobiernan e impregnan el aire en esos años. Su rostro arrugado y su piel reseca no coinciden con su edad cronológica. “Si se queda en éstas tierras se pondrá igual que yo”,  comenta, tal vez adivinando en mi mirada el asombro disonante entre sus años y las huellas que el tiempo ha marcado en su cuerpo. Y continúa: “la piel se va curtiendo de frío, viento y salitre y se va arrugando; algo parecido le va pasando al alma”.

María llegó a la consulta conmigo derivada por la Junta Médica del Consejo Provincial de Educación. Llevaba un año de carpeta psiquiátrica asistiendo una vez al mes a un psiquiatra en la capital provincial, y estaba medicada con antidepresivos. La Junta le había renovado la carpeta por sesenta días y le solicitaba, además de los informes psiquiátricos, valoración psicológica sugiriéndole iniciar un tratamiento.

Me entrega la solicitud de la Junta, leo un diagnóstico: “trastorno depresivo, con componentes fóbicos y sintomatología psicosomática”. Luego de tratar casi un año a María y conocerla en profundidad pensé que si los diagnósticos fueran menos técnicos, menos fríos y más humanos yo escribiría, si tuviera que ponerle un nombre que definiera su malestar: “tristeza, impotencia y miedo por descuidos y olvidos”.

De sus 29 años de actividad docente María ejerció en forma casi ininterrumpida su labor durante 28 años, sólo alguna coyuntura  como una leve afección en su estado de salud o los días de licencia por la muerte de su cónyuge interrumpieron su actividad. Y ahora llevaba doce meses sin trabajar.

Su semblante se transforma, su voz se entrecorta, tartamudea nerviosa y comienza a temblar cuando en las sesiones le menciono la posibilidad de volver a la escuela.

Nos remontamos en la terapia hacia los orígenes de su historia laboral. María me cuenta de “su” escuelita y el adjetivo posesivo singular que entrecomillo habla de su sentimiento de pertenencia por ese espacio el cual, tras permanecer cuatro años cerrado, ella fue refundando. La escuelita, distante a seis leguas del pueblo, era el único centro educativo de un paraje compuesto por unas 70 familias. “Cuando llegué eran más, cerca de 90 familias”, me cuenta. A la inversa de lo que ocurría en el resto de las poblaciones, en esos parajes perdidos se venía  produciendo en las últimas décadas un notorio decrecimiento demográfico.

María me explica: “La falta de oportunidades hace que la gente migre, sobre todo los jóvenes que se van a buscar trabajo y ya no vuelven y nadie de los que andan buscando un lugar para vivir mejor elige lugares como ese para radicarse”. María me cuenta su rutina diaria de años para llegar a su trabajo, levantándose a las 5:30 para tomar el único colectivo diario que atravesaba la meseta desde la cordillera al mar y esperar hasta las 18:00 hs el único colectivo que, en recorrido inverso, la devolvía a su casa. Con el tiempo pudo comprarse una estanciera rural, la misma que seguía usando. “A veces se me rompía en el trayecto y era cuestión de esperar horas a que alguien pase para darme una mano o avisarle al mecánico del pueblo. Estos caminos de ripio rompen todo, muchas veces he dejado la estanciera en el camino y me he subido a lo primero que pasaba para llegar al trabajo, he viajado en camiones, en el móvil policial y hasta a caballo. De algún modo había que llegar, los chicos esperaban y el día que no llegaba, no había escuela”. Seis leguas, es decir apenas treinta kilómetros, en éstas geografías es como cruzar a nado la mar.

Durante el tiempo que atendí a María, su trabajo ocupó un lugar central en las sesiones. Su trabajo y todo lo que se anexó a él, porque en él María fue asumiendo un compromiso que se transformó en un estilo de vida, trascendiendo su profesión de maestra, impregnando y atravesando otras áreas de su vida, involucrando prácticamente a todo su ser. María enseñando y aprendiendo. María enseñando oraciones y verbos, sumas y restas, fábulas y cuentos. María aprendiendo de esos niños y de sus padres y abuelos, saberes y costumbres originarias y ancestrales. María recopilando de los ancianos leyendas y creencias mapuches y repitiéndoselas a esos niños para que no olviden sus raíces. María ayudando a la cocinera (el único personal de la escuela, además de ella) y junto a sus treinta alumnos sirviendo la gran mesa en la pausa para el almuerzo, porque en lugares como esos la escuela alimenta el espíritu y el cuerpo. María sentada en la gran ronda con los niños y las abuelas en el patio de tierra de la escuela, las mujeres les enseñan a hilar la lana de oveja con la que tejerán en el telar ponchos y mantas. María asistiendo un parto o ayudando a la machi que con sus medicinas y rezos, está curando el dolor agudo en el vientre de la madre de Nahuel, su alumno de segundo grado. María en su estanciera por los caminos de ripio, llevando a toda prisa al pueblo a Hilda y a su bebe que vuela de fiebre y se ahoga al respirar, María en el Hospital con esa madre y su bebe muerto entre sus brazos. María compartiendo junto a ese pueblo, única huinca (blanca) invitada a celebrar el nguillatún, la rogativa mapuche. María mirando a los hombres cansados en el bar de ese paraje perdido, hombres jóvenes conquistados por el alcohol, gastando sus pocos pesos para olvidar las penas que genera el olvido. María cada mañana saludando a sus alumnos: “mari mari” (buen día) e izando su corazón de bandera argentina junto a la Wiphala, con su voz de Aurora, con sus manos blancas de tiza, con su bondad y alegría, en esa mixtura de culturas intentando hacerse patria, intentando integrarse entre las paradójicas contradicciones de sus símbolos. María semilla, brotando y regalando generosamente sus frutos, enseñando y aprendiendo, abrazando y acogiendo a un puñado de niños y a su gente, todos igual de olvidados en las tierras del olvido…

Pasaban los meses, María seguía asistiendo a tratamiento psicológico una vez por semana. La Junta Médica seguía renovando los tiempos de su carpeta médica, los plazos se cumplían, se extinguían y estaban evaluando jubilarla. Entonces le pregunté a María cómo se sentía, cómo se veía. Redundó en metáforas para contestar a mi pregunta: “Un cansancio en el alma. Una margarita deshojada. La hojarasca del otoño”. Cuando hablábamos de estas cosas no me miraba a los ojos, su mirada se volvía distante, como focalizada en la lejanía, acaso de tanto mirar la amplia e infinita planicie de la meseta donde el cielo y la tierra se juntan y aquel es tan inmenso que parece devorar el horizonte. Pienso…¿cuántas imágenes de dolor y desamparo habrán captado esas retinas y cuánto de ese dolor y desamparo impactaron en su alma?. Y pienso también… ¿quién contuvo los coletazos de ese dolor que caló su ser?. María, fresca vertiente calmando tanta sed, ¿quién calmaba la tuya?. María, sol radiante, ¿quién cuidó el brillo de tu luz proveedora?. María olvidándose de sí misma en su entrega generosa y plena. María olvidada por todos los que deberían de algún modo responsabilizarse de cuidar a los que cuidan.

Mientras escribo esta historia y pienso en las condiciones en que María desarrolló su trabajo, no puedo dejar de asociarlo con la violencia. Creo que hay una violencia simbólica y silenciosa cuando las instituciones y las organizaciones dejan a sus trabajadores a merced de la desidia y el olvido, máxime cuando estas instituciones u organizaciones son estatales pensando en que el Estado no es una empresa y debe velar por sus ciudadanos, incluyendo a sus trabajadores. Y entonces no dejo de preguntarme donde estaba el Estado mientras María se volvía cada vez más vulnerable. Así como la violencia psicológica deja secuelas menos perceptibles a simple vista que la violencia física pero sus efectos son más profundos y permanentes, así también se van produciendo secuelas profundas en las personas cuando las condiciones laborales son adversas. Cualquier ser se vuelve vulnerable si su trabajo incluye desamparo, falta de cuidados, de apoyo, de contención y la impotencia que produce la exposición permanente a situaciones extremas como el hambre, la miseria y el sufrimiento humano. Siento que el involucramiento personal, la buena predisposición y los propios recursos para afrontar tanta adversidad no alcanzan, no son suficientes sin apoyo, sin sostén adecuado. Van haciendo surcos en lo anímico, en lo emocional, en la psiquis, dejando heridas profundas hasta transformar a ese trabajador o a esa trabajadora en un ser vulnerable, tan vulnerable como se volvió María.

No pude culminar el tratamiento psicológico con ella. Poco antes de cumplirse el año de su inicio las autoridades sanitarias decidieron mi traslado a otro hospital de la provincia. Si bien era para mí un reconocimiento y una significativa mejora en mis condiciones laborales, me fui de ese pueblo con sentimientos encontrados, sintiendo que así como la escuela de María estuvo cuatro años sin maestra, el hospital quedaría sin psicólogo que cubriera mi puesto. Así funcionan las cosas cuando predomina el olvido. Supe que al tiempo María fue jubilada por invalidez, sin reconocimientos ni honores por su trabajo humanitario y comprometido de casi tres décadas.

Han pasado 25 años de esta historia y hoy la recuerdo y escribo para presentar en un concurso. Y el concurso es una excusa. No me moviliza un premio; escribo por placer, pasión y expresión. Escribo por compromiso ético. Y el concurso es también un instrumento a través del cual deseo que esta historia llegue a muchos.  Quizás cada vez que sea leída, se vaya recuperando y multiplicando la memoria de mujeres trabajadoras como María y como la de tantos otros trabajadores anónimos que en su profunda entrega y compromiso se van afectando física, psíquica y socialmente sin el apoyo y cuidados necesarios. Quizás recuperando estas historias podamos ir desterrando un poco el olvido.-

 

Walter Guillermo Palladino    (Trabajador Atención Primaria de la Salud)     Mendiolaza- Córdoba

El Jurado expresó: “Excelente relato del transcurrir de una maestra rural en el sur de Argentina, narrado por una tercera persona (la psicóloga de la docente). Las vivencias laborales, las “violencias simbólicas” que afectan su salud al punto tal de permanecer un largo período con carpeta psiquiátrica, tratamiento psicológico y culminar su carrera docente con una jubilación por invalidez y ningún tipo de “reconocimiento” a sus 28 años de trabajo sostenido, de la preservación de la memoria de ciudadanos al otro lado del río Colorado. Este relato recupera el trabajo silencioso y comprometido de una mujer que hizo docencia popular; en su labor cotidiana se sintetiza la labor comprometida de tantas otras ocultas, olvidadas.

 9º Concurso Sin Presiones – 27 de julio de 2018

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