Mención: 11° Concurso “SIN PRESIONES” Expresión Escrita de lxs Trabajadorxs

Título: “DE CASTIGOS ENCUBIERTOS Y AISLAMIENTOS POR PANDEMIAS”                                                                                                                                                                                                                                                              Comencé el año 2020 pensando en lo poco que faltaba para llegar a jubilarme; dos años pasan rápido – me decía – como una forma de acariciar esa herida que no termina de cicatrizar.

Hace mucho tiempo que ir a trabajar dejó de ser algo gratificante; levantarme a la mañana se hacía cada vez más pesado, al punto incluso de tener síntomas físicos como dolores de cabeza, diarreas, mareos, lumbalgias y hasta gripes que me impedían ir a  la oficina.

La Universidad, que hace más de treinta años había significado una gran oportunidad laboral, se transformó en mi peor amenaza. Fui víctima de mobbing (acoso laboral) a lo largo de once meses. Después de un prolongado tratamiento psiquiátrico, regresé a trabajar (no por encontrarme en condiciones, sino porque empezaba a perder la mitad de mi salario).

En medio de esta situación radiqué la denuncia, pasando por un duro proceso judicial, que finalmente perdí.

El regreso fue difícil, pero con el tiempo las autoridades cambiaron y el mobbing cesó. Sin embargo seguía sintiéndose el látigo de la violencia institucional, que continuaba ejerciéndose como algo que parece ser intrínseco en este tipo de estructuras; erradicarla requeriría de un reconocimiento y compromiso que lejos está de asumirse.

Tomar distancia durante la licencia, me permitió ver con claridad algo que a los ojos de todxs estaba tristemente naturalizado. La hostilidad del entorno continuaba socavándome, pero a pesar de ello y de la estigmatización y juzgamiento de la “comunidad universitaria”, intentaba preservarme estos dos últimos años de la mejor manera posible para no volver a enfermar.

En el mes de marzo, a pocos días de cumplir mis 58 años, una pandemia cambió las reglas de juego y comenzó la cuarentena dispuesta por el gobierno nacional  a partir del COVID19.

Se venía algo incierto, inédito y muy movilizante para todxs lxs argentinxs, que en su mayoría vivirían este acontecer como algo asfixiante y desolador. Paradójicamente yo sentía que esta tragedia mundial estaba salvándome del padecimiento diario que vivía desde hacía ya varios años. Esta nueva vida de encierro y soledad, que empezaba para todxs, para mí representaba libertad y calma: la solución a un problema que no estaba pudiendo resolver.

Encadenada al anuncio presidencial llegó la Resolución Rectoral de la Universidad; se determinaba la modalidad de tele trabajo y licencia, para quienes se encontraran con alguna patología que los pudiera convertir en “pacientes de riesgo” para COVID. Por la diabetes que me dejó el estrés postraumático – después del mobbing – mi situación quedó enmarcada dentro de la licencia.

Como consecuencia del acoso, hace once años comencé con un confinamiento que duraría más de mil días. Ahora se proponía un “aislamiento social, preventivo y obligatorio”, pero – a diferencia de aquél – esta vez era algo colectivo cuya causa involucraba incluso a toda la humanidad y mi situación era bastante más saludable que entonces.

En aquellos días oscuros, mi casa se convirtió en un refugio donde podía sentirme segura, con la plena certeza de que permanecer aislada era la única forma de preservación posible. De manera que esta nueva situación no podía ser tan difícil para mí, y menos cuando además representaba una salida a cómo transcurrir (de forma cuidada) los últimos dos años laborales antes de jubilarme.

Mientras duró el tratamiento psicológico y psiquiátrico (y la consecuente licencia laboral) si bien podía ver a mi hija, a mi madre, amigues, y otros afectos, no tenía registro de sus vidas. Me sentía en estado total de parálisis. La sensación era de una ausencia absoluta e infinita. Había dejado de sentirme protagonista de mi propia vida, y quienes me rodeaban eran personajes de una obra desconocida y lejana. Fueron tiempos de profundo dolor, de gran incertidumbre, impotencia, desolación, inestabilidad, vacío, confusión y de un miedo aterrador; tiempos de no reconocerme en el espejo. Me sentí tentada al suicidio más de una vez: una extraña y profunda voz amiga me ofrecía la posibilidad de salvarme, buscando paz y dignidad en otra parte.

Con la ayuda de los fármacos los ataques de pánico mermaron; pero había perdido el control sobre mí misma, chocando paredes, balbuceando, babeando, sin poder salir y casi sin ver a nadie. Cuando algún curiosx “compañerx” me visitaba, no podía evitar sentirme observada mientras con gran esfuerzo intentaba controlar mi aletargada lengua para lograr completar una frase.

Las imágenes suicidas permanecían, y se hacían presentes en cualquier momento del día.  Una vez, mientras lavaba los platos, miré por la ventana y pude verme colgada de un árbol en el fondo de mi patio; en otra ocasión me desperté con la vívida imagen de las muñecas ensangrentadas. En esos días, salir de mi casa representaba una potencial amenaza de muerte; afuera estaba el peligro, podía comprobarlo cada vez que me animaba a pasar unos metros más allá de mi jardín. Recuerdo el día que yendo a la farmacia, sentí el frío de un puñal atravesándome la espalda; paralizada y confundida miré hacia todos lados y no había nadie, corrí desesperada a mi casa. Recién al pasar la reja (una vez adentro) pude recobrar la respiración. Escenas como estas se repetían casi a diario con distintos matices, pero de idéntica magnitud.

Antes que “esto” llegara, mi vida estaba llena de sentido: concursé y gané un trabajo que me gustaba y que a su vez me permitía crecer. Con el tiempo la firmeza, la seguridad y el empoderamiento adquiridos, me permitieron desarrollar diferentes roles afines a mis convicciones. Tuve participación política en más de un escenario (fui delegada gremial, consejera directiva por varios períodos consecutivos y parte fundadora de una agrupación dentro de la misma Universidad) y comencé a estudiar la carrera de Sociología. Siempre me desempeñé con fuerte compromiso ético, guiada por mis principios, con bases en el compañerismo, la solidaridad y los derechos humanos.

A lo largo de treinta y dos años de trabajo en esta institución, enfrenté las injusticias del poder sin medir las consecuencias. No quedó mucho de mí después de la última batalla.

Durante mi larga trayectoria como trabajadora administrativa de la Universidad, siempre estuve a cargo de las diferentes áreas donde me desempeñé. Siempre. Aunque por tener diferencias ideológicas con las autoridades de turno, y/o con el gremio mayoritario (oficialista en todas las gestiones), nunca obtuve reconocimiento escalafonario. En un espacio que se autoproclama como pluralista y democrático fui sistemáticamente excluída de cualquier posibilidad de ascenso, precisamente por responder a estas premisas expresándome libremente. Hubo reencasillamientos donde veía a muchxs de mis pares ascender dos, tres y hasta cinco categorías más, mientras yo permanecía en la misma situación de revista (equivalente a auxiliar).

Una vez – y sólo una vez – un Decano pretendió otorgarme el “reconocimiento” laboral que entendió justo y posible enmarcándolo en la novedosa figura de “subrrogancia”.  Convencida en mi postura ética, en momentos en que había una gran necesidad de aumento salarial y sólo se ofrecía la posibilidad de mejora a unxs pocxs, rechacé el cargo por escrito. En la nota presentada exigía al gremio y a las autoridades políticas de la Universidad, el mecanismo de concurso como “único medio de ascenso” donde se garantizara la “igualdad de oportunidades”, y que se dispusiera un aumento salarial para todas las categorías y agrupamientos. Meses después llegó el castigo: organizaron el concurso y lo perdí por cincuenta centésimos bajo argumentos absurdos, en un procedimiento viciado, burdamente manoseado, arbitrario y falto de toda seriedad y legitimidad.

Históricamente me fue vedada toda posibilidad de mejora. Sin embargo, por mi trayectoria laboral y política era reconocida y respetada en todo el ámbito de la Universidad, lo que motivó que fuera vista como una amenaza para algunxs. Entre ellxs un nuevo Decano que al asumir se convirtió en mi victimario, en lo que fue el proceso de mobbing.

En mi rol de consejera directiva, era permanentemente atacada por este Decano. Llegó a responsabilizarme públicamente por la renuncia de un funcionario, y a repudiar algunos de mis posicionamientos (a los gritos) esgrimiendo: “vos!!! que defendés tanto a los trabajadores!!”

Mientras expresiones de este tenor eran propinadas en cada reunión de consejo directivo, sin que ningunx de lxs presentes se mutara, se ponían a funcionar – de manera escalonada y progresiva – otros dispositivos tendientes a desestabilizarme. Todo era parte de un mecanismo macabro, hasta ese momento desconocido para mí.

Una de las formas elegidas en este contexto, fue empapelar anónimamente las paredes de la Facultad; se me culpaba de haber robado y de haberle pegado a una compañera de trabajo. Todas acusaciones groseramente falsas, de hecho jamás se realizó sumario alguno para probar dichas imputaciones. Pero mientras tanto se iba sembrando esa idea de que no era tan respetable como me creían, sino todo lo contrario. El objetivo era hacerme ver como violenta, corrupta, conflictiva, e incluso con algún desequilibrio mental. Este accionar es parte de un engranaje que busca demonizar y desprestigiar a la víctima con el fin de desestabilizarla y dejarla “fuera de juego”; de este modo, queda indefensa e invisibilizada y todo lo que pasa parece no estar sucediendo.

Otro ejemplo extremo se dio cuando asistí a un seminario de sociología en Santiago del Estero. El Decano mandó a desalojar mi oficina, trasladando todo el mobiliario a un espacio inhabitable (sin ventanas, sin calefacción, paredes empapeladas con material metalizado y aislante, enchufes rotos, etc.). Se dice que a las víctimas de mobbing tratan de freezarlas, para sacarlas de circulación. Pues, este espacio a donde querían trasladarme era lo más parecido a un freezzer de 3 x 3 m., erigido en una casita prefabricada apartada de donde funciona el resto de la administración.

Al regresar y encontrarme con la nueva situación que se había pergeñado en mi ausencia, me negué rotundamente a concretar la “mudanza”. Tomé una oficina donde pude resguardar la documentación más importante del área a mi cargo. No tardaron en empezar a circular los emisarios que se acercaban para disuadirme, ofreciéndome licencia, tildándome de “revolucionaria”, “rebelde”, y hasta de “soberbia” por exigir un espacio digno para desempeñar mi labor. Finalmente (después de quince días, en el que ningún compañerx se acercó a solidarizarse) debieron devolverme la oficina anterior. Consideré este hecho como  un débil “triunfo” frente a tanta impunidad.

El plan incluyó a mi hija que fue violentamente despedida, a pesar de haber ganado por concurso el cargo que ostentaba. Cuando ella reclamó sus derechos, el Decano fue categórico en su respuesta: “tu trabajo es excelente, pero no puedo tener acá a la hija de una oponente política”.

Casi a diario se iban sucediendo hechos que atentaban contra mi integridad: fui desplazada del lugar del que permanecía a cargo desde hacía más de diez años, me asignaron un espacio que no contaba con presupuesto, me pedían que presente un plan de actividades que luego me impedían desarrollar, y así se fueron potenciando todos los dispositivos  para ejercer sutil y sistemáticamente toda la violencia institucional contra mi persona.

Finalmente – cuando empezaron los ataques de pánico – muy a mi pesar tuve que dejar de trabajar. Comencé con licencia psiquiátrica que se iba renovando cada quince días. La primera vez que tomé contacto con la problemática a la que me enfrentaba, fue en el consultorio de mi terapeuta, quien me advirtió que estaba siendo víctima de mobbing. Ponerle nombre a lo que estaba viviendo, me dio la posibilidad de investigar sobre  el tema. Intelectualizarlo me ayudó a comprender lo que estaba sucediendo, y cómo funciona la dinámica de todo este complejo mecanismo. Con el tiempo, tuve la necesidad de denunciar, se hizo una demanda judicial, y ese fue otro proceso violento donde fui abiertamente revictimizada. El acusado era abogado, por lo tanto se estaría dando la pelea en un ámbito familiar para él. En la primera audiencia, propuso trasladarme a una ciudad que se encuentra a 50 km. de donde vivo y cumplo mis funciones. Mi propio abogado intentó convencerme de que acepte la propuesta, a lo que me opuse rotundamente manifestando que “esto pretende ser un castigo encubierto”. Así comenzó ese nuevo proceso, que duraría tres largos años y perdería en primera instancia. El juez determinó que no hubo mobbing, consideró que se trató de una pulseada política que no supe sortear y que por eso me enfermé. Presenté apelación, y volví a perder en segunda instancia. El juez que suscribió esta sentencia había estado políticamente ligado  al  demandado, justamente en el período denunciado, por lo que debió haberse excusado o mis abogados deberían haberlo recusado. Nada de eso sucedió. Finalizado el proceso judicial tuve que pagar los honorarios a todos los abogados intervinientes (incluido mi propio agresor).

Cuando regresé al trabajo, el acoso continuaba. En un espacio muy precario y casi sin mobiliario, debía cumplir el horario de rigor, rodeada de “compañerxs” que no me veían o me saludaban con indisimulable temor.

Una mañana que parecía tranquila, estaba en mi oficina, cuando de pronto viene alguien preguntando por mí. Me presenté, lo hice pasar y le ofrecí sentarse. El hombre se identificó como inspector municipal, por lo que inmediatamente pensé dónde habría dejado el auto. Pero lejos de tratarse de una infracción de tránsito, se me comunicó que se trataba de una infracción por pegatinas en el centro de la ciudad. Acto seguido el inspector extrajo de una carpeta algunas fotos en blanco y negro de los afiches que -supuestamente- yo habría pegado. Sorprendida por lo insólita de la situación, le pregunté quién le había dado mi nombre, quién lo envió a buscarme, cómo es que llega hasta mí, a lo que el hombre responde que fue su jefe el que lo envió, pero que la orden vino de “más arriba”. Me notificó de la infracción y se fue. Cerré la puerta y (entendiendo que esto era parte de la misma persecución que venía denunciando) llamé al abogado que me representaba en el juicio, para hacer el descargo; luego cerré la ventana, grité y lloré hasta perder la fuerza que me mantenía en pie. Claramente se trataba de un nuevo intento de amedrentamiento, por si no hubiera quedado claro quién tenía el poder.

Mientras tanto me veía obligada a seguir cumpliendo un horario, sin encontrar la forma de poner fin a tanta violencia, y no contaba con nadie dentro de la institución a quien poder acudir.

Afortunadamente en la fecha en la que se realizaron esas pegatinas, yo había estado fuera de la ciudad y me había hospedado en un hotel; fue muy fácil tirar por tierra esa acusación. Después de presentar el descargo correspondiente, me acerqué al Tribunal de Faltas para ver el Expte y me encontré con la (no tan) sorpresa de ser la única imputada en esa causa. Se supo después, que quien oficiaba de Director de Inspecciones en el Municipio, era – a su vez – un aliado político del Decano en el ámbito de la Universidad.

Lo que inmediatamente me atemorizó, fue la estremecedora comprobación de un estado de impunidad tal, que me hacía sentir extremadamente vulnerable. Por esos días recibí innumerables gestos de solidaridad, de parte de distintxs referentes y agrupaciones sociales y políticas dentro y fuera de la Universidad. Pero a pesar del apoyo recibido, no podía dejar de pensar que en cualquier momento, podían acusarme de asesinato e ir a buscarme a la oficina. Me veía esposada, rodeada de uniformados sacándome de ese lugar donde alguna vez me había sentido segura. Porque si algo quedó claro con las pegatinas, era que se me podía acusar de lo que fuere (sin necesidad de prueba alguna) y yo era quien debía salir a probar mi inocencia.

El aislamiento parece ser una salida válida para preservarse ante un virus desconocido. Pero cuando la violencia moral o psicológica irrumpe en la salud de lxs trabajadores, la  respuesta deberá buscarse en acciones colectivas que sean capaces de amparar a las víctimas, y darles el abordaje necesario para devolverles su identidad laboral. Quizás para dimensionarlo, habrá que remarcar que la violencia en el trabajo también mata.

 

                                                                    Fenixia

El Jurado expresó:  Inesperado relato de lo que puede significar el aislamiento social permanente (ASPO), para la mayoría de la población situación “asfixiante y desoladora” de lo que sería “libertad y calma” para la protagonista de nuestra historia.                                                                                                                                                                  Que acontecimientos se nos van revelando para producir tal efecto?. Lentamente vamos entendiendo el drama de una enfermedad de años que significó “más de 1000 días” de confinamiento, sensación de “parálisis” hasta dejar de sentirse protagonista de su propia vida”.                                                                                                                                              Las imágenes de suicidio, los fármacos, los ataques de pánico, y situaciones similares eran la realidad de vida de la protagonista, contrastando con aquellas sensaciones de bienestar experimentadas en años de carrera universitaria, de militancia académica que a pesar de todas las dificultades alumbraban los días de esperanza y proyectos.                Hasta ser sacudida por lo que definiría conscientemente después de aquel abismo de encerrarse en el único lugar de seguridad: su casa, un verdadero acoso laboral o más precisamente el mobbing.

Poder ponerle el nombre a lo que sufría, a través de su terapeuta le posibilitó estudiarlo y enfrentarlo de una manera distinta, dando batalla legal o social con resultados que fueron una y otra vez profundizando su impotencia hasta llegar a la resignación desde su soledad a solo pretender “sobrevivir dos años” requisito que la separaba de la Jubilación y terminar con esa presión.                                                                                                                                        Apreciación distinta de casi todo el colectivo que vivencia el aislamiento como única política defensiva para el virus inmanejable hasta que haya vacuna y poder volver a la vida “normal”,  de aquella que sentía nuestra protagonista de “calma y libertad”.                                                                                                                                                                  Es profundamente diferente, concluir paradojalmente, que para preservarse de lo desconocido que pueda matarnos la salida colectiva: es el aislamiento, y para la violencia “colectiva o psicológica” que irrumpe en la salud de los trabajadores es el aislamiento individual que no resuelve y que es la triste verdad de los acontecimientos descriptos.

Estar atentos y escuchar las distintas miradas o emociones, y abrirnos a comprenderlas y enfrentarlas es hacerse cargo de interpelación manifestada explícitamente como último reclamo que el mobbing solo puede resolverse con las acciones colectivas capaces de amparar a las víctimas siendo conscientes que la violencia en el trabajo (como con el virus) también mata.

Mención: 11° Concurso “SIN PRESIONES” Expresión Escrita de los Trabajadorxs – Organizado por el ISLyMA – Córdoba 2020

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