3º Premio: 7º Concurso Sin Presiones “Lo esencial es invisible…”

    “Lo esencial es invisible…”

( YARETA )

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“Los perdidos serán hallados, cantaba el poeta Sabino,
 y en la tierra brotarán estrellas que humillarán a las estrellas del cielo.
                                                                                                                  Los mudos serán locutores y
                                           habrá hospitales sin enfermos donde hoy sólo hay enfermos sin hospitales.
Cantador de cantorías en los mercados de pueblos alejados de la costa,
el poeta Sabino cantaba las profecías de la vaca roja.
La vaca que volaba en sus sueños, le había anunciado que el desierto será mar,
y habrá verdor en los pedregales,
Y quien era de saber sabía,
Que habrá nacer sin morir y todos los días serán domingo”.
 Eduardo Galeano  (Palabras Andantes)

 

Santos había nacido en un pequeño poblado al que sólo se llegaba después de caminar   dos horas, entre ríos y quebradas. Allí vivían unas pocas familias que subsistían de  cabras, ovejas o escasos cultivos que peleaban en pendientes terrazas. Siendo adolescente  acompañaba a su padre a la zafra, donde contrajo el mal de chagas. Eso sin dudas influyó en su vocación como agente sanitario primero, y años después de cumplir esa función, para  seguir estudiando como auxiliar de enfermería y ayudar mejor a su gente. Santos era un hombre de Dios bondadoso y creyente,  por lo que fue elegido por sus vecinos para prepararse como animador de comunidad. Todos los domingos reunía a sus vecinos en una celebración y a través de la lectura de la Biblia, los animaba a unirse, organizarse e ir resolviendo sus problemas. Estuvo siempre convencido de que la salud de su gente dependía de conseguir la propiedad de la tierra que habitaban hacía siglos. Carecer de títulos los limitaba para hacerles mejoras (si  tenían agua por ejemplo, les cobraban arriendos más caros), y les impedía realizar proyectos o conseguir créditos. El 2 de agosto de 1998 defendiendo las ventajas de  que esa propiedad fuera comunitaria, cayó muerto en la capilla del pueblo.  Su esposa y cinco hijos le pidieron al médico del pueblo que le sacara el marcapasos :”no es bueno enterrarlo con metales” En la memoria colectiva estaba presente las historias de saqueos a  tumbas de sus antepasados…

 

Emilio tenía 27 años y a pesar de ser muy joven  hacía muchos años que trabajaba  en el Puesto Sanitario de su comunidad, a doce horas por el río desde hospital del que dependía. En diciembre época donde comienzan las lluvias, y de camino a una reunión donde evaluaban la ronda sanitaria, el río muy crecido le llevó la mochila con todas sus planillas. Eso le significó muchas bromas y cargadas de sus compañeros por no contar con los registros de la tarea realizada. En diciembre del año siguiente volvió a encontrar el río con mucha agua, por lo que dejó la mochila en una piedra para hacer un “desecho” (así llaman al estrecho sendero para pasar entre la quebrada y el río). Esa mochila abandonada fue lo que alertó a posteriores caminantes de que algo pasaba. Era  el domingo 10 de diciembre del 2000, y después de dos días en que todo el pueblo colaboró en buscarlo, lo encontraron ahogado. Emilio no alcanzó a conocer a su primer hijo que nació meses más tarde, ni pudo dejarle una pensión a su pobre madre viuda. Llevaba siete años contratado por un programa nacional sin aportes, y por el que  recibía  una paga mínima por cuatro horas diarias de trabajo. En un lugar donde le llevaba todo el día  visitar cada familia!

 

Eleodoro tenía más suerte. La comunidad en la que era agente sanitario contaba con un precario camino, que solo se cortaba cuando llovía. Con sus vecinos llevaban años luchando, y ya habían conseguido los títulos de propiedad de las tierras y una personería jurídica como comunidad aborigen. A través de un proyecto internacional lograron un crédito para comprar un camión y  evitar la intermediación en  la venta de las arvejas y papas de las que vivían. Enojados los comerciantes de la ciudad los denunciaron diciendo que transportaban drogas, Gendarmería incautó y destrozó el vehículo en infructuosa búsqueda. No contaban con posibilidades de ponerlo de nuevo en marcha, y Eleodoro  cansado de tantos conflictos además de problemas familiares, solicitó salir de esa comunidad. Fue trasladado a un Puesto Sanitario que contaba con una piecita donde vivir en un paraje solitario y perdido entre altas montañas, con una población muy dispersa. El 17 de marzo de 2007 una puerta que se golpeaba con el viento alertó al vecino que lo encontró muerto. Nunca se supo bien de qué, porque nadie justificó que un forense llegara a ese lugar. Sus compañeros supusieron que había sufrido un dolor agudo porque encontraron cerca de la cama, una jeringa con restos de un antiespasmódico. La radio del puesto sanitario se había quedado sin batería  y no pudo avisar ni pedir ayuda en el hospital.

 

Romualdo era agente sanitario en un poblado a catorce horas de camino por senderos increíblemente estrechos en los bordes de las montañas. La comunidad no contaba con luz eléctrica y tenía que vacunar a varios niños recién nacidos.  El 3 de febrero de 2009 cuando las trasladaba desde el hospital en su congeladora de tergopol, murió al caer despeñado Iba apurado para que no se cortara la cadena de frío.

 

Santos, Emilio, Eleorodo y Romualdo eran compañeros junto a otros quince agentes sanitarios en el mismo municipio de la cordillera argentina. Las duras condiciones que les quitaron la vida en un lapso menor a diez años, siguen hoy poniendo en riesgo la vida y calidad de vida de sus compañeros. Y sin duda de muchos más.

Ellos representan la imagen más dura de la historia colectiva e invisibilizada de otros trabajadores, que  aislados en contextos poco conocidos, realizan una tarea que no tiene un  nombre propio que la reconozca. En el borde de las instituciones  dedican su vida ( y no sólo de manera figurada!)a cuidar la salud de quienes están más lejos y necesitados. Pero como “trabajadores de la salud” solemos designar a enfermeros, técnicos o profesionales que  se dedican a asistir enfermedades.

Muchos caminantes de la salud  transitan por las extensas zonas rurales de nuestro país. Sin poder reunirse forman parte de una realidad ignorada, igual que las comunidades donde trabajan. Por su baja densidad poblacional son excluidos de promedios, estadísticas y  de la consideración  de los decisores políticos.

Pesan y miden niños, recuperan desnutridos, vacunan y eliminan enfermedades infecciosas; dan charlas y consejos para prevenir accidentes o detectar precozmente las dolencias más frecuentes. Controlan a las embarazadas, atienden partos o inmovilizan fracturas. Visitan a los abuelos y discapacitados que viven solos; se esfuerzan para que se consuma  agua potable, se trate y eliminen las basuras o que los enfermos sean asistidos a tiempo. Son quienes atienden en los primeros y  últimos auxilios de las situaciones de  emergencias;  y todos los días buscan superar las barreras que se interponen entre la gente y las instituciones sanitarias. Parece poco, pero sólo es diferente al quehacer de quienes la sociedad imagina como sus heroicos y sacrificados especialistas en la enfermedad.

Como lo hacían Santos, Emilio, Eleodoro o Romualdo, también colaboran con la escuela, con el centro vecinal,  asisten a reuniones o acompañan gestiones y reclamos por las más insólitas cuestiones. Es que todo tiene que ver con la salud. La mayor parte de sus actividades no están escritas en ninguna normativa, ni pueden registrarse en una planilla sanitaria.

Su ámbito laboral no es un escritorio o sala de hospital, con estufa y ventilador, al resguardo de una institución donde la gente concurre como visitante. Trabajan a la intemperie fuera de toda protección atravesando ríos, cerros o lodazales, arropados por los intensos fríos y vientos de las alturas, o los calores  insoportables de montes y selvas. Caminando, en mula o bicicleta llegan a su lugar de trabajo, que es la “casa de los otros”, donde ellos son los visitantes y deben pedir permiso para entrar.

No suelen tener días u horarios fijos para sus tareas, nunca saben dónde y cuándo podrán comer o cuánto tardarán en volver. No perciben pagos por horas de guardia aunque   siempre están disponibles, ya que suelen ser el único personal con el que cuentan  miles de personas para pedir ayuda ante un sufrimiento o enfermedad.

Cerca de donde vive y trabaja la gente deben saber hacer de todo, sin tener ningún título: son médicos, parteros, psicólogos, ingenieros o sacerdotes, aunque nunca hayan podido estudiar para ello. No cuentan con más instrumental ni tecnología que un folleto, una balanza o jeringa. No suelen tener cerca  compañeros con quienes consultar, compartir dudas o responsabilidades. Sus ayudas o recursos sólo provienen de aquellos a quienes suele faltarles  todo.

Generalmente no cuentan con contratos laborales que les reconozcan estabilidad, obras sociales o licencias. Sus particulares necesidades (como puede ser forraje para los animales) no suelen ser parte de las demandas gremiales ni se discuten en paritarias. Ninguno pagará jamás impuesto a las ganancias y pocos tendrán la suerte de jubilarse, cuando las fuerzas o salud ya los hayan abandonado. Aislados y diferentes difícilmente consigan que sus duras condiciones laborales sean reconocidas, no sólo como causa de muerte, sino al menos de envejecimiento precoz para lograr la jubilación anticipada de la que gozan otros trabajadores.

Este concurso era una buena oportunidad para contar sus historias, pero era difícil encontrar cómo relatar de manera anónima, el devenir de trabajadores ya anónimos. Pensando en el seudónimo encontramos el camino:  “yaretas” son unas plantas que crecen anudadas  entre sí, bien pegadas a la tierra  en lugares donde otras plantas morirían. En los desiertos altos y fríos con mucho viento y poca agua, allí lejos de todo, suelen ser el combustible que da calor y alimenta a sus habitantes.

Escondidos tras las yaretas podíamos significar y dar valor  al transitar de trabajadores bien anudados a la tierra y a su gente, y a quienes ni las peores adversidades les impiden seguir caminando y ayudar. Con la luz y  fuego de las yaretas podíamos intentar hacer visible lo esencial ante los ojos de la sociedad. Como siempre, desde la periferia interpelando al centro, desde abajo cuestionado  arriba…..

1 de mayo de 2016 - Día del Trabajador

Alicia Torres Secchi – ( Trabajadora Jubilada del Ministerio de Salud Pública de la Pcia. de Salta) -

Anisacate -Córdoba- 

Del jurado: Desde abajo cuestionando arriba, dice el autor, refleja este relato la realidad de los olvidados de la tierra aquellos anónimos desconocidos (vale la aparente redundancia) que hacen posible tantas cosas en nuestras lejanas comarcas, donde no hay lo que debe haber para una vida a escala humana. Refleja respeto y admiración por sus compañeros.

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